Merecieron la pena el madrugón y las largas horas de cola sufriendo el húmedo frío invernal de mi adorada London, un soleado sábado por la mañana. Londres es más bonita, si cabe, cuando luce el sol y sus calles están aún desiertas por la hora temprana.
Decididamente, ése fue uno de mis días de suerte. Viajé a London con el propósito de visitar la exposición de Leonardo en la National Gallery. Los billetes en venta por internet se habían agotado hace más de un mes, así que la única opción era madrugar e ir al alba a hacer la cola, para tratar de estar entre los afortunados doscientos primeros que conseguirían adquirir sus entradas. Pese a llegar prontísimo y que faltasen más de dos horas para la apertura de las taquillas, las entradas ya estaban agotadas. Quiso, sin embargo, sonreírme el destino: en la cola del baño de una cafetería situada frente a la National Gallery conocí a una chica que fue mi "hada madrina", quien me proporcionó la "llave" para acceder a esa exposición excepcional e irrepetible, la mayor muestra de Leonardo realizada hasta ahora. Tess llevaba haciendo cola dos horas más que yo y ella sí había logrado estar en el grupo de los "elegidos" y como vendían un máximo de cuatro entradas por persona y ella y su amigo iban a sacar sólo una para cada uno, me hicieron el "regalazo" de permitirme unirme a ellos en la cola. Da gusto encontrar gente amable y dispuesta a ayudar.
Me sorprendió y llenó de regocijo ver que eramos tantos los locos por el arte, numerosísimos quienes nos refugiábamos en la contemplación de obras maestras.
La exposición de la National Gallery era una ocasión única para contemplar uno de los períodos más destacados del genio italiano, el que Leonardo pasó en la Corte de Milán, al servicio de Ludovico Sforza "il Moro", entre 1482 y 1499. Una excelente muestra que permitía un acercamiento al arte del Maestro, con pinturas y dibujos de su propia mano, que compartían espacio con obras de sus discípulos. Por primera vez se exponían juntas las dos versiones de la Vírgen de las Rocas (personalmente prefiero la primera versión de la misma, que se encuentra en el Louvre). Sala tras sala nos sorprendía la maestría de Leonardo, su intensa fuerza creadora, su innata curiosidad por innumerable temas, su interés por la psicología de los retratados, su estudio del natural, su fascinación por la belleza perfecta y, también, por la perfecta fealdad, polos contrapuestos y complementarios de la estetica leonardesca. Sus dibujos, de una extraordinaria belleza, testimonios de su naturalidad para expresar sus ideas y pensamientos a través de rápidos y certeros trazos.
De nuevo he podido disfrutar de la delicada y bellísima Dama del Armiño (mi retrato femenino favorito de cuantos realizó Leonardo), que compartía sala, como si de una competición de belleza se tratase, con La Belle Ferronnière, del Louvre. Ocasión única, así mismo, para ver la única reproducción contemporánea a idéntica escala de la original, de La Última Cena de Leonardo, realizada por Giovanni Pietro Rizzoli "Giampietrino", que nos descubre los colores leonardescos antes de los estragos causados por el paso del tiempo y por la técnica utlizada por Leonardo -éste detestaba trabajar velozmente, cosa que la pintura al fresco requería, por lo que en la obra eleborada para el Cenáculo de Santa Maria delle Grazie, en Milán, experimentó una nueva técnica que le permitía trabajar a su ritmo (y no "a giornate" como ocurría con el fresco), recurriendo al temple y al óleo sobre dis capas de preparación de yeso extendidas sobre el enlucido. Acompañando e ilustrando la reproducción, bocetos de Leonardo para los distintos personajes de la Última Cena, entre los que destaca un hermosísimo estudio de San Felipe.
Leonardo, tan viajero y tan curioso, tan ansioso de volar, voló a la capital del Reino Unido para deleite de un público ávido de belleza y genialidad.
Por fortuna, en este nuevo Medievo que es el siglo XXI, la serenidad y cultura renacentistas nos ayudan a evadirnos y nos regalan unas horas de hermosa armonía.